El Hombre Que Ríe era alto y espigado, con un rojos labios carnosos. Sus blancos y brillantes dientes siempre estaban iluminando su pálida cara, siendo foco inevitable de todas las miradas de los transeúntes, pues nunca abandonaba su rostro una amplía sonrisa.
Caminaba por las calles del pueblo siempre exquisitamente trajeado, con unos guantes blancos de seda y zapatos del mejor cuero. A su llegada a aquellos parajes, los habitantes recibieron encantados a tan alegre y llamativo individuo. Jamás evitó devolver el saludo a sus nuevos vecinos y les obsequiaba con jocosos comentarios sobre el tiempo o el paisaje.
Poco duró esa actitud, pues comenzaron a apreciar en sus ojos y actos una chispa de demencia al principio, que terminaron por descubrir que en realidad era un auténtico incendio de locura. Los bebés lloraban ante la sola visión del hombre, mientras que los perros le rehuían escondiéndose tras sus amos con el rabo entre las piernas.
Nada pareció afectar al extravagante personaje, que continuaba recorriendo el pueblo sin que nadie supiese en realidad que hacía en su día a día. Cuando menos se lo esperaban, los habitantes se lo encontraban de frente, observándoles fijamente con esos grandes ojos abiertos que nunca parpadeaban.
Lo que no sabían es que, al regresar a casa, el Hombre Que Ríe se desprendía parsimoniosamente de sus ropas, descubriendo un ceniciento cuerpo cubierto de horribles cicatrices y deformaciones. Caminaba con su inmutable sonrisa hasta el sótano, se subía al taburete que tenía en el centro y se clavaba bajo el esternón un gancho de carne como el que se podría encontrar en cualquier carnicería. Tirando de la cadena junto al gancho, elevaba su cuerpo en el aire.
Entonces comenzaba a agitarse con violencia, haciendo que la metálica pieza incrustada en su vientre removiera todos sus órganos internos. Después usaba sus dientes para desgarrarse la carne de los brazos en busca de las arterias. Tan inquietante espectáculo continuaba hasta que se diera por vencido, incapaz de obtener lo único que buscaba en este mundo: un final.
Y así terminaba todas las noches, riéndose sonoramente a carcajadas mientras sus ojos, incapaces de llorar, se iban enrojeciendo más y más. Cuando llegara la mañana siguiente, descendería al suelo y, tras adecentarse, saldría al pueblo con la esperanza de que realmente ese sería su último día.
Tristemente, estaba condenado a existir.